Tito
Por Andrea Moya
Titubeando por el calor húmedo de una ciudad ajena, Tito fuma sin inhalar. El cigarrillo le guinda del labio como el palo de una paleta le guinda a un niño haciendo como si fumara. Los letreros en chino son una anomalía cotidiana que nunca fallan en hacerle sonreír sin proponérselo. Es la persona más alta en su canto de calle y se mueve a un ritmo distinto al torrente de personas que chocan contra sus piernas, sus brazos, se lo llevan por el medio.
Desde el primer día se había sentido en su casa aunque fuera de su casa. Él era así desde chiquito, más cómodo tirado en el sofá jugando con el Playstation de su amigo y cenando con los vecinos, que estando en su propia casa, comiendo con su propia familia. Nueva York lo llevaba esperando con los brazos abiertos hacía tiempo ya. Al fin decidió tirársela por eso de, y a ver cómo se las hacía para no perder la cordura, el sabor y el ritmo, y el anhelo del regreso que es patrimonio de su cultura fugaz.
Porque a Tito disque no le importa eso. Tiene el cool muy alto, muy desarrollado para sentirse extranjero. Por eso, después de aterrizar en Kennedy, Terminal 5, JetBlue, se metió en Chinatown, el pueblo de inmigrantes donde todo el mundo viene de otro lao, y nadie pertenece. Es como un pueblo transitorio que lleva ya cien años en transición pero sin llegar a un acuerdo en cuanto a donde coño quieren ir. Vino ese día a comer perro con salsa soya y tofú y se quedó. Después de cuatro meses fumaba más para protegerse contra la peste a pescado y basura que por adicción. En ese rincón de todo lo sucio y olvidado en Nueva York tenía su casa, un estudio más closet que cuarto, donde un matres, un tocador y un “hot plate” compartían el piso sucio que no barría nunca porque no le cabía una escoba. No era su casa en Dorado ni la casa de sus padres en Montehiedra pero era pleno Manhattan y completa libertad. Esa libertad que se forja cuando uno voluntariamente abandona la comodidad.
Caminando por la calle empinada y estrecha, casi solo, con la excepción del vagabundo que yacía casi vivo junto a sus Adidas, le entra uno de esos toques filosóficos que transitan con las brizas contaminadas de esa ciudad de artistas y financieros. Todos pagamos un precio por lo que ya nos pertenece, se dice sin rencor ni malas mañas. Todo en la vida es alquile, se dice sonriendo.
Va de camino a su pan de cada día, un restaurante ruso en el East Village donde Tito prepara las sopas y los almuerzos y a veces los platos de cena, si es que el segundo cocinero bebió demasiada vodka esa tarde. El dueño, Yuri, lo contrató a pesar que no tenía experiencia ni entrenamiento como cocinero. Yuri y su hermano, Boris, que Tito nunca había conocido, eran dueños de dos condominios, un laundry y el restaurante. De todos sus negocios, el restaurante era el que menos ingreso generaba así que le importaba tres pitos si la comida era buena o si la gente venía a comer. Por cierto, la comida sí era buena, gracias al chef Georgi, un mudo buenagente que cocinaba lo que Zagat llamaba “la comida más auténticamente rusa en todo Manhattan.” Yuri le importaba tres pitos qué decía el Zagat. Él cenaba en restaurantes de cinco estrellas y no consideraba una cena que costará menos de $200 digna de su paladar. Así que contrató al puertorro flaco y con cara de pendejo porque entendía que a los hispanos no se les tiene que pagar mucho. Gerogi nunca le dirigía la mirada y nadie estaba dispuesto a enseñarle a cocinar. Sus primeros días Tito se preguntaba si no había cometido un grave error en irse de Puerto Rico sólo para terminar cocinero malpagado, preparando platos con más salsa que sabor, rodeado de rusos que entendían que él no duraba en esa cocina ni una semana. Hasta que apareció Chekhov.
El borde de Chinatown termina en Canal Street, la calle entera es como un pueblo de frontera, salvaje y con un tránsito constante de personas y carros. Ahí comienzan dos sectores nuevos: Soho al oeste, el distrito de boutiques y restaurantes caros, y el Lower East Side al este, lo que una vez fue un barrio puertorriqueño, un barrio judío, un barrio de gente pobre y crimen, convertido en un área cool, con bares y restaurantes cool, con grafiti artístico y una mezcla rarísima de pasado y futuro hecho chic. Tito vira a la derecha en Canal Street para subir por el lado este. Pasa el resto de su caminata pensando en Chekhov y en lo que le va hacer a su comida.
Chekhov es un ruso abigotado que una vez vivió en la Unión Soviética, y aunque sus chaquetones y sortijas indican que el capitalismo le ha favorecido más que a otros, es claro que extraña la madre tierra donde pobres y ricos comían de las mismas cosechas de repollo y papas y cortes de carne raros. Viene al restaurantito con paredes de madera cruda y mesas sin mantel todos los días a las 3 de la tarde para su almuerzo, y a las 8 de la noche para darse su buena turca. Es un oasis en su vida nueva americana, un refugio donde su nostalgia cobra vida y la consume con el placer de un hombre muerto de sed bebiendo champán.
Claro que, Tito no es una de esas personas que deja a uno tranquilo. Su lucha es contra el orden y la vida sin tropiezos, sorpresas ni disgustos.
La primera vez que lo vio entrar fue una semana después de empezar a trabajar en la cocina. Esa vez no hizo nada, demasiado fascinado por este personaje un poco Stalin y un poco Tolstoy que parecía un gran oso vestido como un abuelo muy elegante. El señor ordenó un plato de gurkins, un Beef Stroganov con mostaza y un shot de vodka. Era la única persona almorzando a las 3 de la tarde. Tito lo miraba desde su ventanita entre comedor y cocina, observando sus movimientos, su cara, su postura. Mientras que esperaba la comida, su cara indicaba con certeza que no le iba gustar. Ya se había decidido mentalmente que esto sería un experimento fracasado. Tito le preparó el platito de gurkins y sonó la campanita.
El primer mordisco cambió todo. Los gurkins lo hacían sonreír bajo el bigote aunque sólo por unos segundo, el rigor del comunismo había creado la costumbre de reprimir emociones no relacionadas con la nieve y el color gris. Pero esa indicación era suficiente. Estaba enamorado. Claro que no todo era perfecto. Tomaba su vodka lentamente, mirándola como pidiéndole que mejorara para el próximo sorbo. Cuando llegó su plato principal, ya su expectativa había cambiado. Esperó a que la mesera, Mandy, polaca-rusa flaquita, de ojos cristalinos y piel con textura de pétalo a punto de marchitar, desapareciera detrás del bar antes de comenzar. Su primer bocado de pasta, carne y salsa iluminaron su rostro con algo así como el nirvana de los yogis. Tito observó el monstruo de hombre relajar sus hombros y suspirar. Lentamente terminó su plato, transportado durante esos veinte minutos a la Rusia que ya no existe mas que en sus memorias.
El señor que Tito bautizó como Chekhov (Tito no sabía ni le interesaba saber su nombre verdadero) había encontrado su rincón de casa en ese orfanato de ciudad y Tito había encontrado su razón para quedarse. Chekhov era su contraste perfecto, la oscuridad para su luz, el silencio dentro de su ruido constante, alguien con quien joder. Esa noche el señor regresó y ordenó una sopa de setas y barley y siete cervezas. Estableció una rutina. Ya mismo Tito se las inventaría para volcarle la vida a ese pobre infeliz de la manera más chévere posible. Pero primero, Tito tenía que aprender a cocinar.
Se le pegó a Georgi como un perro al que no lo quiere. Lo perseguía por la cocina, imitando todo lo que hacía el viejo ruso, cómo pelaba las papas, cómo cortaba vegetales, las cantidades de sal y pimienta que le echaba a todo. Llegaba temprano para practicar y preparar las sopas, leía libros de cocina rusa en su tiempo libre. Cocinaba con fanatismo, con prisa, hasta con amor. Un día Georgi le miró a los ojos y reconoció su existencia. Los platos de Tito ahora sabían idénticos a los de Georgi.
Fue un jueves por la tarde, exactamente un mes después de ese primer almuerzo. Chekhov entró y se sentó en su mesa de siempre. Tito fijó sus ojos en él como un gato asechando presa. Observó a Mandy repetir sin sonido la palabra Bortsch. El momento había llegado. De su bolsillo sacó un sobrecito de Sazón Goya. La sopa roja como sangre absorbió el polvito mágico como si perteneciera ahí. Tito la revolvía con ternura, cuidado, fundiendo los sabores en un baile prohibido. Le dio cinco minutos para que la sopa absorbiera su nuevo ingrediente, parado con brazos cruzados frente al caldero estilo mago de Disney hasta que le dio el olor. Entre las nieves de Siberia, la Plaza Roja de Moscú, entre los años de opresión y la rica cultura depresiva se coló ese saborcito irresistible, una falda blanca de plenera, un güiraso, las brisas del Morro era lo que ese caldero exhalaba.
Con un cucharón, Tito llenó un plato de sopa. Se lo presentó a Mandy. Con una pequeña inhalación su cara se puso pálida. Le devolvió el plato a Tito y por poco va a donde Chekhov a decirle que ya no quedaba más Bortsch, ¿no preferiría un Goulash? Pero Tito le agarró el brazo, exprimiendo hasta la última onza de nene lindo y joven que tenía a su disposición, dispuesto a besarla si llegara a eso. Con una sonrisa cálida, calmante, una guiñada de cómplice y un susurro de “trust me,” le devolvió el plato a la pobre señorita jamona que no quiere líos con nadie y que se crió con hombres así y conoce muy bien sus vociferaciones rabiosas cuando no le dan exactamente lo que quieren. Hay que amansar al semental, Tito le decía con la mirada y ella lo entendió. Temblando, aceptó el reto.
Moviéndose por el comedor como si llevara una bomba en sus manos, depositó el plato de sopa frente a Chekhov y salió dispará para la cocina. Pero Chekhov ni se dio cuenta. Tito lo observaba desde la ventanita. Le tomó unos segundos antes de empezar a comer. Su mano descansaba sobre la cuchara y con mucha deliberación la levantó y la sumergió en el líquido rojo. Le dio el olor. Algo no cuadraba, pero el hambre siempre gana, aun cuando la batalla es contra sospechas inspiradas por un olor ajeno, amenazante, aunque placentero. Al fin y al cabo, era Bortsch. Sabía a Bortsch, tenía la textura de Bortsch, comiéndoselo se sentía que caminaba abrigado por las avenidas de San Petersburgo iluminadas por las farolas, la nieve cayendo lentamente en grandes cantos, pero en el medio de su visión había una presencia nueva, un agregao que no pertenecía ahí. No podía descifrar qué era pero en la mente de Tito la figura le aparecía con claridad fotográfica. En el medio de San Petersburgo había sembrado una palma.
Así poco a poco fue introduciendo mezclas clandestinas de sabores caribeños al mundo frío y rígido de su querido Chekhov. Como Chekhov siempre llegaba después de la fiebre del almuerzo, Georgi dejaba que Tito preparará sus platos. Si Chekhov ordenaba repollo relleno de carne usaba un salero especial lleno de Abodo para sazonar la carne molida. Cuando ordenaba pierogies, mezclaba yuca majada con la masa de papas. De sus bolsillos salían toques de cilantro, azafrán, ajíes dulces, recao, pique, hacía que estornudaba y caía un cucharón de sofrito encima de las cebollas. De vez en cuando preparaba mofongo y se lo echaba a la sopa. Nadie se percataba de los cambios excepto Mandy. Chekhov nunca se quejaba, seguía viniendo todos los días, dos veces al día.
Dentro de dos meses la postura y la cara de Chekhov cambiaron completamente. En vez de entrar al restaurante con cara de dueño del mundo, entraba por la puerta como un hombre condenado a muerte que ha decidido recibir el golpe mortal con dignidad y gracia. Se sienta en su mesa de siempre, mira el menú rápidamente pero ya sabe lo que quiere, aunque le toma mucho más tiempo lograr que las palabras se zafen de su lengua. Espera ansioso, solo en el comedor, bebe más vodka, cada vez más vodka, halando las esquinas de su bigote, un nuevo tic nervioso, hasta que llega el primer plato. Cuando Mandy desaparece y Chekhov se encuentra solo con su plato de comida, su amigo con puñal escondido, le toma unos minutos comenzar. Tiene los ojos llorosos, las manos le tiemblan un poco, pero poco a poco lleva su mano a los cubiertos. Es el momento favorito de Tito, el primer bocado. Chekhov lleva el canto de carne o la cucharada de sopa (que contiene además un poco de platano, un sabor a jamón) hasta su boca y traspasa sus labios bajo la cortina del bigote como si fuera un pedazo de material nuclear. No hay forma de describir la cara de Chekhov. Es como la cara de la tragedia excepto que se le nota un placer intenso lleno de culpa y agradecimiento. Es la cara de los padrastros enamorados de sus hijas adoptadas, de los niños cuando aprenden a masturbarse. Los cálculos de Tito no le fallaron. El próximo paso lo tenía que tomar Chekhov por su cuenta.
Tito cruza la calle Houston, la línea divisoria entre la jungla del Lower East Side y las civilizaciones del East Village. La luz roja lo para en el medio de la avenida en una isla de cemento. Mira hacia el este y ve en la distancia un edificio con un reloj gigante. En el techo del edificio hay una persona con el brazo alzado, completamente inmóvil. Tito alza su brazo y saluda a la persona aunque él sabe que no es persona. Es una estatua de Lenin. Tiene un presentimiento que algo va pasar, como si Lenin le diera una señal. La luz cambia y Tito sigue caminando. Su restaurante queda a diez cuadras en el sector soviético, más allá de la frontera de Veselka, el restaurante ukraneo que sirve como transición entre los gustos del Occidente cálido y los verdaderos despojos del comunismo. Anda pitando el final de la canción Pedro Navaja porque el restaurante queda cerca de las Avenidas A y B. Es un día soleado, rico, el cielo azul sin nubes, uno de esos día cuando a Tito se le olvida que está en Nueva York. Pero Tito se siente raro, como nervioso pero sin miedo, hay algo en el aire.
Llega al restaurante y entra por el comedor oscuro. El dueño, Yuri, fuma tranquilamente en el bar. Lo mira de reojo con la misma expresión de interés que uno le demostraría a un insecto raro pero no muy impresionante.
“What have you been doing?” Su acento ruso tiene un sonido como arena seca rozando una superficie lisa.
Tito dice que no entiende.
“The food, it is different. My brother, Boris, he comes in every day, he says its different. He wants to know why. I don’t eat the food here so I don’t know. You’re the only one here not Russian, not anything. What are you doing to the food?”
Chekhov es Boris. El famoso hermano de Yuri. Obviamente. Para Tito no es fácil aguantarse las ganas de reír. Le pregunta a Yuri qué le ha dicho su hermano sobre la comida.
“The flavor is different, it’s… louder. He says, it’s so good he can’t stop eating it but… he feels like he is cheating on his wife, he says. Like he wants to do something crazy like go raise horses.”
Negando con la cabeza, tratando de descifrar si Yuri quería decir criar caballos o correr carreras de caballo, el ambiguo raise/race, Tito sonríe sin poder evitarlo. Raise/ race, no importa. Yuri lo mira por encima de su cigarrillo, como un gangster en una película de Brian di Palma.
“So you admit it.”
Tito no admite nada.
“I don’t care. I never liked your face. Go back out and don’t come back.”
Tito alza los hombros, la sonrisa abriéndose en su cara, porque algo ha pasado. Saliendo por la puerta, listo para ir al próximo planeta, a la próxima profesión pasajera, la próxima manifestación de su existencia, tal vez la próxima ciudad o el próximo país, Tito prende un cigarrillo. Inhala. Fantasea con su querido Chekhov, o Boris, o como se llame, lo ve en el hipódromo. En una versión es jockey, montado en la yegua, listo para salir pitao por ahí tan pronto suena el disparo. La otra versión fuma un cigarro con los entrenadores y dueños al lado de la pista. Otro está en el corral examinando sus ponies más preciados.
Los pies de Tito tocan la acera. Exhala. El día se despliega, amplio y lleno de posibilidades. Camina sin dirección, siguiendo un pensamiento cayado, un instinto leve que le toma la mano y lo lleva. En su camino ve a Chekhov y casi para en seco. Se ha afeitado el bigote. Apenas lo reconoce.
Boris mira al muchacho alto, flaco, medio hispano. El muchacho le pasa por el lado mirándolo intensamente como si fuera un extraterrestre. Le parece conocido pero no sabe cómo, ni de donde.
Tito le sonríe y se pasan sin comentario.
All I see is your adorable cat, and a load of gibberish that I can read....:(
ReplyDeleteTranslation por favor?
i mean...can't read...
ReplyDeleteEveryone knows you can't read, Sean, no need make it public. Scroll down, there are other postings in language. This is the only one in gibberish.
ReplyDeletePS: Maseltov on your coming marriages.:)
Quiero irme a criar caballos ahora.
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